El viajero, desde el rincón apacible de la estancia, reposa y lee. La mañana es soleada y apacible. La casa está deshabitada. Lee un tratado antiguo al que antes no había prestado atención. Dice el filósofo Haruki Tanarawa en su obra “Ábaco del amor y otras complacencias”.
“No hay matemática en el amor. Las cuentas no pueden ejecutarse jamás de manera ajustada. La imprecisión, la incertidumbre, el orden desigual de los factores hace imposible afrontar la situación de los amantes como si se tratara de plantear un problema aritmético a resolver. Porque el sentimiento, el significado y la receptividad no son mensurables de manera categórica. Lo que hoy se siente menos, mañana puede aprehenderse con más contundencia. Lo que al principio se muestra con escasa significación puede traducirse en breve tiempo en fanal. La curiosidad pasajera puede revelarse algo después en desbordante pasión por conocer al otro. Pero nada de esta prospección hacia el amante sería válida si no fuera porque ahonda en el conocimiento de uno mismo. Los amantes se aman por reflejo, por sentido, por atracción impulsiva. Pero más allá ven que se abren en su interior diversas sendas por donde transitan tras búsquedas que jamás pudieron sospechar antes. Y este acontecimiento se vuelve acicate y firmeza en su relación del uno con el otro. Por eso la relación de los amantes está salpicada de tentativas, aproximaciones, disonancias, furores, entregas ciegas y reacciones desiguales. Ahí es en lo único en que se parecen más las artes del amor a la matemática, en los movimientos y ejercitaciones. Para los amantes, ese deambular entre sí mismos va constituyendo una escala importante de sentido. Quieren llegar más allá, aunque no sepan bien hasta dónde lo harán. Les guía una suerte de necesidad que debe ser satisfecha día a día. Para los amantes sinceros, que desalojan sus insatisfacciones heredadas, liberan sus represiones más recónditas y ahuyentan los fantasmas de pasadas memorias, el encuentro es fundamental. No les agobia la ilusión de llegar a una meta que revista la configuración de las convenciones sociales al uso. Les incita a disfrutar del otro abriéndose uno mismo. El intercambio mutuo no es una transacción, como exigiría la aritmética comercial, sino la apertura de las dimensiones más ocultas de cada cual. Si entonces cada uno de los amantes pone en el conocimiento sensorial y entregado del otro esta apertura ilimitada podría decirse que es cuando más cerca se encuentran de la felicidad. Ciertamente, muchas veces las trabas no vienen del interior del alma de quienes se vuelcan sobre sí mismos. Vienen de los límites exteriores, de la memoria acumulada y de las vinculaciones que cada uno de ellos posea y a las que se sienta atado. Pero ante la fuerza de la sangre y de la pasión, que en modo alguno constituyen meros accidentes del encuentro, sino llamadas de alerta a la satisfacción de las necesidades más íntimas de cada individuo, cualquier dificultad proveniente de lo que no es uno mismo, por mucho que le toque y le retenga, no es insalvable. Conviene, por lo tanto, escuchar en silencio las razones que se manifiestan poderosas y en la dirección liberadora. Conviene meditar y oír el flujo de la corriente que circula entre el pensamiento y el deseo. Conviene la cautela, pero también empeñar la personal capacidad de decisión si se quiere que el amor descubierto en ese momento especial de tránsito por la vida nutra la sustancia de cada ser.”
El viajero suspira y se queda pensativo. Abandona la lectura. Se deja refrescar por la brisa que le llega deslizándose entre los montes de Okuma y las planicies de Yakaguchi. Mientras, contempla cómo Yoko forma un ramillete de calas que crecen en la pequeña charca que hay junto a la casa.
“No hay matemática en el amor. Las cuentas no pueden ejecutarse jamás de manera ajustada. La imprecisión, la incertidumbre, el orden desigual de los factores hace imposible afrontar la situación de los amantes como si se tratara de plantear un problema aritmético a resolver. Porque el sentimiento, el significado y la receptividad no son mensurables de manera categórica. Lo que hoy se siente menos, mañana puede aprehenderse con más contundencia. Lo que al principio se muestra con escasa significación puede traducirse en breve tiempo en fanal. La curiosidad pasajera puede revelarse algo después en desbordante pasión por conocer al otro. Pero nada de esta prospección hacia el amante sería válida si no fuera porque ahonda en el conocimiento de uno mismo. Los amantes se aman por reflejo, por sentido, por atracción impulsiva. Pero más allá ven que se abren en su interior diversas sendas por donde transitan tras búsquedas que jamás pudieron sospechar antes. Y este acontecimiento se vuelve acicate y firmeza en su relación del uno con el otro. Por eso la relación de los amantes está salpicada de tentativas, aproximaciones, disonancias, furores, entregas ciegas y reacciones desiguales. Ahí es en lo único en que se parecen más las artes del amor a la matemática, en los movimientos y ejercitaciones. Para los amantes, ese deambular entre sí mismos va constituyendo una escala importante de sentido. Quieren llegar más allá, aunque no sepan bien hasta dónde lo harán. Les guía una suerte de necesidad que debe ser satisfecha día a día. Para los amantes sinceros, que desalojan sus insatisfacciones heredadas, liberan sus represiones más recónditas y ahuyentan los fantasmas de pasadas memorias, el encuentro es fundamental. No les agobia la ilusión de llegar a una meta que revista la configuración de las convenciones sociales al uso. Les incita a disfrutar del otro abriéndose uno mismo. El intercambio mutuo no es una transacción, como exigiría la aritmética comercial, sino la apertura de las dimensiones más ocultas de cada cual. Si entonces cada uno de los amantes pone en el conocimiento sensorial y entregado del otro esta apertura ilimitada podría decirse que es cuando más cerca se encuentran de la felicidad. Ciertamente, muchas veces las trabas no vienen del interior del alma de quienes se vuelcan sobre sí mismos. Vienen de los límites exteriores, de la memoria acumulada y de las vinculaciones que cada uno de ellos posea y a las que se sienta atado. Pero ante la fuerza de la sangre y de la pasión, que en modo alguno constituyen meros accidentes del encuentro, sino llamadas de alerta a la satisfacción de las necesidades más íntimas de cada individuo, cualquier dificultad proveniente de lo que no es uno mismo, por mucho que le toque y le retenga, no es insalvable. Conviene, por lo tanto, escuchar en silencio las razones que se manifiestan poderosas y en la dirección liberadora. Conviene meditar y oír el flujo de la corriente que circula entre el pensamiento y el deseo. Conviene la cautela, pero también empeñar la personal capacidad de decisión si se quiere que el amor descubierto en ese momento especial de tránsito por la vida nutra la sustancia de cada ser.”
El viajero suspira y se queda pensativo. Abandona la lectura. Se deja refrescar por la brisa que le llega deslizándose entre los montes de Okuma y las planicies de Yakaguchi. Mientras, contempla cómo Yoko forma un ramillete de calas que crecen en la pequeña charca que hay junto a la casa.