1. Renuncia


La arboleda de hayas asciende por las laderas de Okuma. El que desee acariciar los tonos carmesí de sus hojas debe acercarse con prudencia. La tentación de palpar la viveza de los colores que parecen expresar vida, pero que anuncian la decrepitud en ciernes, es arriesgada. Al iniciar la subida da la impresión de que los árboles están dispersos y que no abundan. Pero según se avanza en la escalada el suelo se vuelve más denso y se pierden las referencias exteriores. A un lado hay un corte del terreno bastante disimulado porque la misma arboleda hace de farallón y engaña al paseante novato. Así se perdió Takanawa, de la aldea de Kiwa, y jamás lo hallaron, destrozado seguramente en la caída y devorado tal vez en el fondo del abismo por las alimañas. Existen algunas sendas para adentrarse en lo recóndito del hayedo, si bien son estrechas y suelen quedar medio ocultas por el matorral bajo. Pero sólo las conocen los pastores y los ancianos más habituados a pasear, acostumbrados como están los más provectos a entrenarse para su final. Ni siquiera la gente de las aldeas de alrededor que buscan hongos y fresas salvajes saben distinguirles. El sotobosque eleva la belleza del paraje, pero impide ver el movimiento de los reptiles y las raíces que sobresalen por el exceso de humedad se convierten en un riesgo para caminar. Una vez conocí a una vieja venerable, dijo llamarse Suzuma, cuyo apariencia achacosa anunciaba su próxima desaparición, y que se había pasado veinte días y veinte noches en el monte, a la intemperie, esperando su muerte. Lejos de ser presa de ésta, su organismo reverdeció. No pudo aguantar por más tiempo la frialdad húmeda ni el hambre ni el aburrimiento ni la sensación de formar parte de un paisaje hermoso pero con el cual su falta de resignación no comulgaba. No se sentía ni roca, ni matorral, ni árbol, ni sonidos de la noche, ni rayos filtrados por el sol en el amanecer exuberante. Me dijo que la vida que tenía a sus espaldas era ya onerosa pero no lo suficiente como para darse por vencida. Que había algo que aún le reclamaba, y no sabía qué, para permanecer en el mundo de los vivos. Así que quebró la tradición y regresó a la aldea. En ésta sus familiares y vecinos ya estaban preparando los rituales y disponiendo la música y el cortejo que se iba a ejecutar en su memoria, por lo que todos se quedaron boquiabiertos cuando le vieron aparecer, andrajosa y sucia, pidiendo un plato de sopa y sake. Entonces me emocioné tanto que le dediqué una poesía que decía:

Anciana justa
no te arrepientas más,
tu lugar es éste.





2. Dedicación



Okuma se erige como una fortaleza arbórea entre las aldeas de Kiwa, Taguchi y los arrabales de la ciudad próspera de Ikinawa. En realidad, los separa a todos ellos, de tal modo que aunque al subir al monte se pueden contemplar en su dispersión todas las poblaciones, desde éstas no hay una percepción palpable de sentirse próximas. Las encrespadas estribaciones del monte, los estrechos pero profundos tajos que abre el curso frío y diagonal de los ríos que bajan desde más allá de Okuma y la vegetación tupida no les hace visibles entre sí a los habitantes de la comarca. Los caminos son intrincados y en muchas partes el suelo cede por efecto de las lluvias, poniendo en riesgo las carretas y las caballerías. Muy ocasionalmente pasan por la zona los funcionarios enviados por el gobernador de la provincia para cobrar los impuestos o inventariar el censo, que apenas se modifica de unos años a otros. De hecho, si bien en el primer caso andan diligentes y rigurosos para reclamar las contribuciones que no dejan de subir, en el segundo hacen la vista gorda, sin importarles demasiado si hay trasvase de gentes de otras provincias, atraídas por la actividad en alza de las pañerías y de los talleres de tinte. Okuma se mantiene más o menos intacto, no se sabe bien si por las supersticiones tradicionales de los habitantes, que siguen creyendo que el monte es una herencia sagrada de los antepasados, bien porque es un paraje a mantener en su plenitud y belleza, bien porque muchos de los vecinos de la comarca yacen fusionados con las hayas y las rocas y su sueño definitivo no debe ser inquietado. Es cierto que no todos los montes de la provincia corren la misma suerte. El incipiente crecimiento manufacturero reclama el precio del derribo de los árboles, y el golpe es severo en los hayedos y en los arcedos. No obstante, los habitantes de las aldeas ponen de su parte lo que pueden para reforestar y mantener vivas las especies. En cierta ocasión conocí a Hichita, la menuda y tímida maestra del poblado de Karagata, el más alejado de Okuma. Un día a la semana sacaba a sus alumnos a dar un paseo por los alrededores, como premio a la constancia en las tareas escolares, pero el objetivo tangible era enseñarles a distinguir unas plantas de otras, unos árboles de otros, unas rocas de otras. Todos llevaban su pequeña azada y un ligero cuévano a sus espaldas, y se detenían en aquellos parajes más esquilmados por los leñadores. Entonces sacaban de sus cestos unos retoños de arce y los plantaban con mucha parsimonia. Al final, la maestra y los alumnos permanecían callados en círculo, se miraban entre sí con satisfacción y cantaban una antigua canción que hablaba de que los ríos, los montes y los valles eran las almas de los genios que se habían fugado del reino exquisito para transmitir a los hombres sus goces y sus ilusiones. Aquella escena atravesó de manera tan conmovedora mi espíritu que no pude por menos que dedicar a Hichita un haiku.

Pequeña guía,
tus manos plantan brotes,
tu ser latidos.



3. Peregrinación




Entre las aldeas de Karaghosi y Ogata los caminos se diluyen por causa de la floresta abundante y de los lodazales. Para el viajero que pretende acceder por primera vez a lo que queda de la ya casi inexistente pagoda de Ogata, la pérdida está asegurada. Le conviene parar en la posada de Korin, que está de camino, hacer noche si es que llega al atardecer y solicitar al alba un guía fiable que le conduzca hasta el antiguo lugar de peregrinación. Apenas se habla ya de la pagoda que en otros tiempos congregase a peregrinos venidos de las comarcas más distantes de la región. Las viejas guerras entre señores feudales, la pérdida de devoción de los campesinos motivada por el desaire con que se condujeron por causa del hambre y de las penurias, y la reducida comunidad de monjes que quedó tras tanto desastre, hicieron caer poco a poco en el olvido lo que en otras épocas fuera el hermoso templo del Amanecer Dorado. Hoy día es considerado raro el visitante que se acerca al arruinado caserío de Ogata. Los aldeanos no presumen ya de las viejas tradiciones y no les resulta fácil comprender que alguien llegue de lejos guiado por los comentarios de textos antiguos o basándose en los relatos de familia. El día que llegué a la pagoda se mostraba clareado, tras varias jornadas de lluvias torrenciales que calaron hondamente en la paciencia del viajero. Iba con la idea de que encontraría pocos restos, o acaso ninguno, de la arcaica estructura de madera del templo. Sin embargo, aunque habían desaparecido los distintos niveles y los aleros cóncavos de los tejados, permanecía una humilde planta que trataba de rescatar el espíritu de la verticalidad perdida, a base de estar rematada como si se tratase de los pisos superiores de la antigua edificación. La visión me hizo tomar rápidamente el pincel y escribir una sugerencia que aprecié como homenaje:

Templo humilde
no eres menos digno
por tu pequeñez.

La sorpresa siguiente complementó gratamente la primera impresión. Aún residían en las míseras dependencias adjuntas al templo una reducida comunidad de monjes. Casi todos eran de edad muy avanzada, pero me llamó la atención que hubiera entre ellos un novicio. Fue éste el que más alegría mostró por mi llegada. Aunque sus formas fueran tímidas y sus movimientos toscos, no pudo resistir la tentación de hacerme preguntas sobre los motivos de mi visita. No obstante, pronto me di cuenta de que lo que pretendía no era tanto saber sobre mi como saber del mundo de donde yo procedía. La luz abierta sobre el valle invitaba a conversar dando paseos y me dejé conducir por el novicio por las estancias arruinadas de la pagoda y las terrazas cultivadas de los alrededores. Me sentía apacible y relajado tras las últimas jornadas de oscuridad y no pude evitar expresarlo:

Sólo la calma
premia al peregrino
que no desiste.

4. La tortuga y el monte




La pobreza no exhibe riquezas, pero resguarda tesoros. Lo que quedaba del antiguo templo del Amanecer Dorado me cautivó. No eran los restos exquisitos de la arquitectura apenas inexistente, ni la biblioteca modesta, ni los paseos de castaños que tejían una estrella de ramajes en derredor, con ser hermoso y apreciable todo ello, lo que más me conmovía, sino la hospitalidad con la que fui acogido. Eso y mi curiosidad por tratar de saber cómo habían sobrevivido aquellos monjes a la incuria de los años y a las adversidades hizo que me detuviera más tiempo de lo previsto. Mi presencia fue aceptada de buen grado. Para los ancianos, porque se consideraban apreciados al detener mi viaje y acogerme entre ellos. Y para Eiko, el novicio, porque yo era referencia de un tipo de vida que él desconocía y que jamás habría imaginado. Los monjes aceptaron con bondad que el viajero hiciera libremente su vida de observador, si bien compartía comidas e incluso algunos momentos de preces con ellos, como condescendencia a sus cuidados. Eiko buscaba la manera de librarse de las tareas cotidianas para interrogarme con pasión acerca de esa otra vida sobre la que mantenía una expectación rayana en lo tentador. Me mantuve discreto y calmo al informarle, porque no quería que interpretaran en la pequeña comunidad que el viajero venía a alterar orden alguno. Si este caso se llegaba a producir tendría que verse como asunto de disensión interior, y yo tuve sumo cuidado en no provocar tensiones entre el febril joven y los callosos ancianos. Uno de los días en que retornó la llovizna me concentré en mis lecturas y en mis reflexiones. Eiko me llevó a un lugar protegido de la pagoda, abrió una especie de altar y extrajo tras la estatua de Buda un rollo que contenía una pintura apreciable en tonos sepias, con una serie de leyendas. En ella se representaba a una tortuga trasladando una roca sobre su caparazón. La visión me anonadó. Pero la roca podía ser el monte. Pero la roca podía representar el templo. Pero la roca podría tratarse de la naturaleza entera. Pero la roca podía constituir la carga de la existencia. ¿Y la tortuga? ¿Acaso la fuerza de la vida? ¿Tal vez el empuje, la constancia, la firmeza? ¿O puede que más aún, la tenacidad, la perseverancia, la dirección correcta? Ya no hubo día suficiente para llenarme. La lluvia exterior no alteraba mi capacidad de asombro. Y escribí, indagué, prospecté.


Vieja tortuga:
sobre tu caparazón
cargas el todo.




5. Los textos



No era la pintura tenue, pero bien delimitada, de la tortuga con su roca a cuestas lo único que me iba a entusiasmar. Junto al rollo había otros manuscritos que, aunque estaban representados en caracteres antiguos que yo no dominaba, pude ir transcribiendo. Eiko me vio entregado y deslumbrado por los descubrimientos, y me dejó solo ese día y al siguiente. Los monjes ancianos me escudriñaron y trataron de recabar mi atención, pero me respetaron resignadamente y con consideración. La música de la lluvia oblicua y persistente, lejos de descentrarme, me hacía compañía y me relajaba. No supe de las horas, ni de las distintas luces del día, ni de las sombras que se iban deslizando sin darme cuenta. Aquel lugar me parecía más sagrado que nunca. Era una atmósfera modesta, el valor de la penuria digna, la renuncia a la influencia fuera de los límites del recinto de la pagoda. Los ojos me escocían por el esfuerzo y la esclavitud a los que la luz del candil sometía. Leí y me entregué azarado a la transcripción de los textos.


Puedes ser tortuga, pero no inmovilidad.
Puedes ser caparazón, pero no defensa.
Puedes ser base, pero no la totalidad del soporte.
Puedes ser caminar lento, pero no estatua inmóvil.
Puedes ser dirección, pero no rectitud.
Puedes ser apoyo, pero no eje.
Puedes ser persistencia, pero no eficacia.
Puedes ser morosidad, pero no inacción.
Puedes ser resistencia, pero no habilidad.
Puedes ser permanencia, pero no transcurso.
Puedes ser exigencia, pero no tolerancia.
Puedes ser contumacia, pero no corrección.
Puedes ser seguridad, pero no garantía.
Puedes ser movimiento, pero no fijeza.
Puedes ser energía, pero no fuego.
Puedes ser pregunta, pero no respuesta.
Puedes ser roca, pero no masa.
Puedes ser masa, pero no individuo.
Puedes ser individuo, pero no elevación.
Puedes ser elevación, pero no monte.
Puedes ser montaña, pero no templo.
Puedes ser templo, pero no culto.
Puedes ser preces, pero no meditación.
Puedes ser meditación, pero no encuentro.
Puedes ser encuentro, pero no tránsito.
Puedes ser tránsito, pero no llegada.
Puedes ser meta, pero no fin.
Puedes ser fin, pero no desaparición.
Puedes ser invisibilidad, pero no inexistencia.
Puedes ser existencia, pero no Ser.

Al transcribir los caracteres dudé ampliamente. Cada término inductivo implicaba una contrarréplica que podía ser certera o sólo aproximada. ¿Qué son las palabras sino callejuelas del laberinto de los conceptos? ¿Y cómo discurrir por esas calles sin saber si se persiguen los conceptos apropiados? ¿O llega un momento en que los conceptos se alteran o se extravían o se desvirtúan porque las palabras y su repetición imponen su tiranía? ¿Se erigen las palabras en dominio de lo que son las cosas y los acontecimientos, para recalificarlos y reorientar su curso? ¿Es el laberinto del pensamiento y de la acción un lugar predestinado? ¿O se trata de lo que vamos tejiendo día a día con nuestra indecisión y nuestra inseguridad, con nuestras osadías y nuestras irreflexiones? Decidí dejar las puertas abiertas a las interpretaciones posibles y a las improbables. Mi cuerpo me urgía al abandono, a la lasitud, mas aún flotaron unos versos en mi mente:

Certeras o no
sueños son las palabras
envolviéndonos.



6. Reemprender



El tiempo fluye,
se disuelve en calma.
Yo me altero.

Aunque me gusta tomarme mi tiempo entre los parajes que atravieso, deteniéndome con calma ora por el gusto de contemplar las montañas y los valles, ora por el placer de conversar con las gentes de las aldeas, ora por sentirme arrebatado con lo imprevisto, como es el caso de la pagoda de Ogata, el cuerpo me pide siempre no demorar en exceso la partida. Es como si ese detenerme en lo que me atrae fuera tan tentador que tuviera miedo de inmovilizarme allí mismo, dejando con ello de cumplir el objetivo principal de mi recorrido, que es precisamente transitar y seguir conociendo. Es el espíritu de las percepciones lo que me reclama. Sentir los impulsos del paisaje cambiante, dejarme herir por los fogonazos de los amaneceres desmesurados, oler los aromas desprendidos de los arbustos, observar el ajetreo de los pobladores en sus labores cotidianas, palpar los días de mercado, recluirme de pronto en la oquedad de una elevación o en un apartado monasterio. Tan pronto como comuniqué a los monjes de Ogata mi partida, noté que Eiko se mostraba extremadamente huraño. No me costó mucho entender que hubiera deseado partir conmigo, y que contenía sus ganas de hacérmelo saber, pero no lo expuso abiertamente. Tampoco era mi intención azuzar expresamente los deseos insatisfechos de nadie, aunque comprendía que sus ansias de juventud sostenían una lucha interna entre mantenerse ajeno de sí mismo en la comunidad o aventurarse al mundo desatando sus energías adolescentes. Por otro lado, yo en modo alguno pretendía molestar a los monjes ancianos, cuya confianza al acogerme unos días, relatándome las historias del lugar y mostrándome sus secretas obras de arte, eran para mi impagables. Sin embargo, no quería que Eiko se creyera totalmente abandonado a su suerte por mi. Yo había sido un visitante accidental, ajeno a las circunstancias de vida y objetivos de la pequeña comunidad. Pero él me percibía como la novedad, la aportación, lo diferente. Pensé que su desparpajo tímido, su entrega sin límites al pasear conmigo y darme a conocer el lugar y sus misterios ocultos, su serena y prendida escucha de cuantas experiencias le transmití y cuantos relatos le conté, merecían por mi parte, si no un impulso directo que podría haber interferido las normas y la disciplina de la Casa, sí una leve atención. Llevaba en mis alforjas un ejemplar de Visión de la otra vida, un librito que había publicado hacía años, parte disertación viajera, parte composición poética, parte indagación filosófica. Me parecía que allí había expuesto yo en su momento mis inquietudes, justo cuando más arreciaba el descontento y el desasosiego en mi existencia. Por supuesto, no había sido el libro exclusivamente el elemento que me permitió enfrentarme a lo pendiente, pero sí recogía todo el cuestionamiento que cabía haberme hecho para romper con las ataduras y tratar de encontrarme por los caminos de la Tierra. Por lo tanto, entregarle aquel hatajo de escritos era estar entregándole algo de mi. Si aquello le iluminaba en algún sentido, conduciéndole a optar por lo diferente, o decidiendo una alternativa práctica, o simplemente le tranquilizaba ya justificaba su valor. Así pues, la noche antes de partir le llevé aparte, puse el libro en sus manos y le dije: Antes fue mío, ahora es tuyo. Primero léelo, más tarde obra como consideres. Su rostro se prendió y hasta observé el rictus de una sonrisa compensadora. Él me abrazó con la debilidad que caracterizaba su impulso y me contestó: Algún día, ¿verdad?, algún día. Quiero que sepas, viajero, que me he sentido renovado con tu presencia. Al amanecer tomé el camino que conduce a Kinawara, más allá de las aldeas de Sunai y de Yahami, donde se abre el estrecho valle de Tanarai, donde dicen que los caminos son túneles de floresta y los tréboles salpican las orillas de los arroyos hasta casi ocultarlos.

Al amanecer
renaces para tomar
la senda sin fin


 

7. La posada



Pero las sendas no son cómodas. Para quien se desplace atraído por la naturaleza, alentado por la fuga u obsesionado por la búsqueda de lo inasible, los vericuetos, las encrucijadas y los desniveles pueden parecer aceptables. No le urge la prisa en llegar a destino alguno ni le distraen los accidentes del terreno. Para quien viaja con un objetivo apresurado, limitado en el calendario o apremiado por urgencias del cuerpo, tal como cerrar un negocio, recurrir a un médico, ir al mercado, buscar una comadrona en la aldea próxima o mudarse a otra población, los caminos no son de fácil tránsito. Las lluvias que forman barrizales, el matorral bajo que invade las sendas o el desprendimiento de rocas pueden entorpecer el paso de los transeúntes. Cualquier incidencia supone demora no sólo de horas, sino incluso de días. Bajar hasta el valle oculto de Tanarai implica cierta inseguridad. La dispersión de las aldeas no ayuda a sentirse orientado. El viajero se halla al albur de un mendigo o de un carretero, y eso si tiene la suerte de encontrarse con alguno de ellos. También hay gentes que no obran de buena fe. Más de una situación he vivido en que al preguntar por un lugar determinado me han dado equivocadamente las señas. Pero esto sirve también para llevar con paciencia los avatares y los incidentes imprevistos. Cuando me desplazo no camino con la idea de que voy a encontrar dificultades. Si éstas llegan, trato de asimilarlas como una manifestación de contraste de los elementos, ya sean naturales o humanos. No ando con obsesiones ni angustias. Procuro dejar de lado cualquier pensamiento que turbe mi tranquilidad. ¿Qué puede sucederme? ¿Que tenga que acoplarme a una oquedad si llega la lluvia torrencial? ¿Que mis pantalones pesen más por el barro? ¿Que tenga que desviarme de la senda porque unos troncos la bloquean? ¿Que me vea obligado a apartar unas brozas que han crecido más de la cuenta y ocultan las huellas de los caminantes que me toman la delantera? ¿Que me esfuerce en imaginar el trazado de las rodaduras de los carromatos sobre las lespedezas? ¿Que haga por estar airoso y convincente ante un asaltador de caminos, de los que todavía quedan tras la última contienda? Estas incidencias son en sí mismo el camino, no son algo que se opone a él. Una ruta sin novedades, sin hallazgos, sin azar sería un paseo procesional. Y por otra parte, ¿debería el viajero olvidar la parte gratificadora del recorrido? Los encuentros con gentes y comunidades dispares, la visión de templos ruinosos engullidos por el arbolado desmesurado, la perspectiva de todas las geometrías en cada profundidad de los valles y las elevaciones, impensables tras un pupitre, el abanico de tonalidades que trazan un círculo desbordante entre todos los niveles del cielo y de la tierra, las ciudades del progreso y los hábitat del abandono, las sonrisas de los niños y las miradas tristes pero agradecidas de los ancianos de las aldeas. Jamás pretendo llegar a ninguna parte definitiva. Cualquier lugar a donde me proponga dirigirme no es sino parte de ese recorrido. Es probable que a veces me sienta tentado a detenerme un tiempo, e incluso a instalarme de manera permanente, en algún espacio que me ha deslumbrado especialmente. O porque me hallaba excesivamente cansado. Pero no ha pasado de ser una tentación. Estaba en estos pensamientos cuando el atardecer se precipitó y no sabía muy bien dónde me hallaba. Es probable que no hubiera llegado hasta el desnivel donde propiamente empieza el valle de Tanarai, pero la merma de claridad me aconsejaba buscar algún paraje donde refugiarme. La fortuna quiso que la oscilación lejana de la luz de un candil me pusiera sobre aviso de la existencia de alguna cabaña en las proximidades. Me dirigí hacia aquel punto y pronto descubrí que se trataba de una posada. Era humilde, aparentemente poco acogedora. El cañizo que hacía de tejado no se mostraba muy entero. La puerta estaba desvencijada. Al acercarme escuché unas risas femeninas. Estoy acostumbrado a escuchar todo tipo de tonos: órdenes, gritos vociferantes, llantos enloquecidos, pero aquellas risas que acompañaban a una conversación en tono bajo me llamaron la atención. Dentro del chamizo había una luz muy tenue, emanando desde dos candiles colocados en los extremos de la taberna. Un hombre tras la barra, al que le faltaban varios dedos de la mano, y tres mujeres sentadas alrededor de él confirmaban que se dedicaban a mantener una animada tertulia. Todos callaron cuando entré; me miraron y se pusieron en guardia. El hombre no puso ninguna objeción a que me quedara a dormir, había tres habitaciones y ninguna estaba ocupada, me dijo. Yo manifesté mi deseo de cenar algo frugal y eso alentó la ironía del posadero, puesto que, según comentó, no disponía desde hacía tiempo de ninguna cocinera y eso, así habló, que habían pasado muchas por su elegante pensión. Tal comentario provocó la hilaridad de las mujeres. Cuando percibo ciertos sarcasmos, rehuyo la situación. Me limité a permanecer callado, me senté en un rincón y eché mano, para engañar el apetito, de algunas reservas que llevaba en mi morral. Cuando el grupo vio que yo me aislaba en mi intimidad, siguieron entre ellos hablando de cosas intrascendentes, aunque, eso sí en un tono bastante más bajo, y se olvidaron de mi presencia. Sé que la hora nocturna no es la mejor para ejercitar lectura alguna, pero no puedo nunca evitar leer algún pasaje del Genji Monogatari o del Libro de los tanka o de los Cuentos de antaño, ya que me estimula el pensamiento, calma mis ansiedades y me aporta una sensación de apartamiento de la necedad. Así que me dirigí a las mujeres para preguntarles si podía llevarme un candil hasta mi rincón. Me sorprendió que la mujer más joven de las tres, la que poseía un rostro más natural y menos artificioso, se prestara ella misma a traerme el candil y prenderlo. Si lees así, perderás tus ojos, me dijo. Es posible, tienes razón. Pero si no leo, perderé mi tiempo, le respondí. Entonces se sentó junto a mi y, para mi perplejidad, me pidió que le recitara un poema. Pero yo extraje de mi propia cosecha una dedicatoria:

Me pides haiku,
cómo negar el placer
de las palabras.




 

8. Narración


Yoko escuchó mi haiku y se quedó en silencio. Me miró a los ojos con un brillo que emanaba desde lo más hondo. No me requería, no me demandaba. Luego me pidió que le leyera algo. Colocó el candil cerca del libro y empecé a leer para ella uno de los cuentos. Yoko desprendía un aroma leve, nada empalagoso. Olía más a sí misma que a los perfumes que habitualmente se ponen las mujeres que reciben a los hombres de paso. No llevaba apenas maquillaje y su piel era tersa y su blancura natural. Su peinado no tenía apenas tratamiento porque su cabello se mostraba fresco, y le caía por la frente y por las sienes ágil y exuberante. Tampoco el vestido se ceñía sobre su cuerpo exageradamente. Era como si fuera consciente de que su juventud llevaba consigo la naturalidad más preservada y no necesitara aparentar nada. Sus manos mostraban unos dedos menudos. Las uñas estaban teñidas de una pigmentación almagre que proyectaban su forma ovalada. Al leerle los pasajes más intrigantes del cuento Yoko se arrimaba a mi costado y yo percibía su agitación. A veces emitía leves expresiones de sorpresa o de temor o de admiración, según le emocionara una u otra parte del relato. Tenía la voz frágil y emergía de ella una cadencia apacible y lenta. Era lo que yo menos hubiera esperado encontrar en un lugar así, y ese hecho me turbó. Uno se altera cuando los acontecimientos se muestran distintos o inesperados respecto a la idea que se ha hecho de ellos. Va por la vida con su acumulación de experiencias, sus ideas más o menos asimiladas, sabe incluso lo que va a encontrarse aproximadamente en cada lugar, y en la ocasión más imprevista todo resulta diferente. Entonces se maravilla del viaje y se enorgullece de sí mismo por aceptar lo nuevo que se muestra ante él. Yo leía para Yoko como si hubiera estado leyendo para ella toda la vida. Y ella era otra. Noté su aliento en mi cuello y la entrega que mostraba al relato me estimulaba. Puse todo el énfasis posible en adaptar las voces diversas de los personajes, distancié la del narrador, me tomé tiempo en las paradas, convoqué a los elementos naturales que me exigían ser tormenta o viento o aguas veloces río abajo; elevé la presencia de los dignatarios, azucé la cabalgata de jinetes o tremolé los estandartes de los imperios. Si una humilde mujer de aldea caía humillada a los pies del recaudador de impuestos, afilaba el tonillo de sus súplicas. Si un guerrero se hacía valer ante el injusto gobernador, erigiéndose en vengador, y reclamando el ejercicio de la piedad, mi inflexión adquiría gravedad. Si una joven enamorada requería no ser olvidada por el molinero que se incorporaba a la leva de un señor feudal, mi matiz se deslizaba hacia una fuga melancólica. Yoko estaba y no estaba a mi lado. Ni yo mismo sabía ya qué parte del cuento era tal cual o si lo estaba modificando. Al llegar al desenlace de la narración, de las palabras no quedaba ni el eco. Al fondo de la taberna, el resto de las mujeres y el dueño seguían con sus chismes y sus picardías, ignorándonos. Yoko acarició el lomo del libro lentamente. Sentí el roce de su mano lábil. Fui a decirle algo y ella selló ágilmente mis labios con sus dedos. Permanecimos callados. Un aura cálido cercó nuestra proximidad. Sólo musité...

Abandónate,
ábrete al silencio
y que te tome.


9. Alteración



Amanecimos enfebrecidos, pero calmos. Ni Yoko se ofreció ni yo la demandé. Nos elegimos sin pretenderlo. Fueron los cuentos, los haikus, el silencio flotante y la soledad de los dos lo que nos puso a uno en brazos del otro. Yo no la busqué, ella se olvidó de sí misma. Ella no vio en mi al cliente, yo la vi como una aparición. Fue ese no saber de nosotros mismos en aquella posada del amor lo que hizo que nos amáramos de verdad. ¿Nos sentimos esposos? ¿Había algo más puro que entregarnos sin ser esposos? ¿Acontecía algo más profundo que amarnos sin reglas, sin compromisos, sin la monotonía de los días agotados? Su juventud no era imprudencia para mi deseo reencarnado. Mi edad madura no suponía recato para su solicitud sincera. Yoko no habló en toda la noche. Yo no hablé ni siquiera en los intersticios de la penumbra. Al menos no hablamos por nosotros. Otros rengas, otros tankas, otros haikus hablaron por ella y por mi. Y una canción más profunda, cuya exhalación era recogida por nuestras caricias, se abrió paso entre las alturas y a través de las hondonadas de nuestros cuerpos. ¿Qué había que decir? ¿No está ya todo escrito? ¿No está todo ya cantado y transmitido oralmente de generación en generación? ¿Hay algo diferente hoy día sobre los antiguos y sempiternos temas del amor, de la envidia, de la guerra, de los sueños, de la esclavitud, de la posesión? Y, sin embargo, qué nuevo es todo cuando sientes que tú mismo escribes o recitas o cantas a la vida como si fueras el descubridor de sus orígenes. Te parece que el agua brota por primera vez de la fuente que encuentras en tu andadura. Te parece que los cielos se abren y las nubes desfilan a tu paso. Te parece que la oscuridad te permite ver y palpar y convertirte en sombra, a ti, que persigues tanto la luz. Llegaba hasta la estancia el aroma de los jazmines y en cada oleada de aire nos invadía la presencia cercana de los árboles de alcanfor que se despliegan a la entrada de Tanarai. Pero los amantes sólo reteníamos en nuestro olfato y en nuestra pasión el perfume de nuestra piel. Y ese olor nos tornaba volátiles, incisivos, inagotables. La gracilidad de Yoko se deslizaba ansiosa entre mi ritmo más pausado, más reservado. Pero el son del viajero que halla el amor en el lugar más inesperado de la tierra también se altera. Y la ferocidad más recóndita, la vieja marca de la furia que abre en canal la memoria perenne que el hombre lleva dentro de sí, sujeta las riendas de la hembra que le desea. Y se desboca en ella. Y ambos se vuelven exigentes. Y su inclemencia les arranca de la pasividad y de la costumbre, para arrojarles al paraíso creativo que un día ya lejano extraviaron. Entonces todo es convulsión. Y el temblor se apodera de los amantes que no se conocían. Y en esa agitación visceral, se desencadena el episodio catártico en que cada uno de ellos deja de ser el que es. Se produce el misterio de saberse que el uno le venía faltando al otro. Y una metamorfosis invisible les desgarra de su individualidad y les une al otro. Y de pronto, un relámpago les proyecta contra sí mismos, contra sus dimensiones, contra sus sueños. Y de repente, no se saben el uno del otro, o se saben demasiado. Y lo físico deja de ser dinámica para adquirir la gravedad de la materia única que compone la vida. Todo fue después lasitud. Cada uno carecía de sí mismo porque ya era el otro. Y el estremecimiento habló por nosotros...


Uno más uno
no suma en el amor,
ábaco ciego.

10. Habla el filósofo Haruki




El viajero, desde el rincón apacible de la estancia, reposa y lee. La mañana es soleada y apacible. La casa está deshabitada. Lee un tratado antiguo al que antes no había prestado atención. Dice el filósofo Haruki Tanarawa en su obra “Ábaco del amor y otras complacencias”.

“No hay matemática en el amor. Las cuentas no pueden ejecutarse jamás de manera ajustada. La imprecisión, la incertidumbre, el orden desigual de los factores hace imposible afrontar la situación de los amantes como si se tratara de plantear un problema aritmético a resolver. Porque el sentimiento, el significado y la receptividad no son mensurables de manera categórica. Lo que hoy se siente menos, mañana puede aprehenderse con más contundencia. Lo que al principio se muestra con escasa significación puede traducirse en breve tiempo en fanal. La curiosidad pasajera puede revelarse algo después en desbordante pasión por conocer al otro. Pero nada de esta prospección hacia el amante sería válida si no fuera porque ahonda en el conocimiento de uno mismo. Los amantes se aman por reflejo, por sentido, por atracción impulsiva. Pero más allá ven que se abren en su interior diversas sendas por donde transitan tras búsquedas que jamás pudieron sospechar antes. Y este acontecimiento se vuelve acicate y firmeza en su relación del uno con el otro. Por eso la relación de los amantes está salpicada de tentativas, aproximaciones, disonancias, furores, entregas ciegas y reacciones desiguales. Ahí es en lo único en que se parecen más las artes del amor a la matemática, en los movimientos y ejercitaciones. Para los amantes, ese deambular entre sí mismos va constituyendo una escala importante de sentido. Quieren llegar más allá, aunque no sepan bien hasta dónde lo harán. Les guía una suerte de necesidad que debe ser satisfecha día a día. Para los amantes sinceros, que desalojan sus insatisfacciones heredadas, liberan sus represiones más recónditas y ahuyentan los fantasmas de pasadas memorias, el encuentro es fundamental. No les agobia la ilusión de llegar a una meta que revista la configuración de las convenciones sociales al uso. Les incita a disfrutar del otro abriéndose uno mismo. El intercambio mutuo no es una transacción, como exigiría la aritmética comercial, sino la apertura de las dimensiones más ocultas de cada cual. Si entonces cada uno de los amantes pone en el conocimiento sensorial y entregado del otro esta apertura ilimitada podría decirse que es cuando más cerca se encuentran de la felicidad. Ciertamente, muchas veces las trabas no vienen del interior del alma de quienes se vuelcan sobre sí mismos. Vienen de los límites exteriores, de la memoria acumulada y de las vinculaciones que cada uno de ellos posea y a las que se sienta atado. Pero ante la fuerza de la sangre y de la pasión, que en modo alguno constituyen meros accidentes del encuentro, sino llamadas de alerta a la satisfacción de las necesidades más íntimas de cada individuo, cualquier dificultad proveniente de lo que no es uno mismo, por mucho que le toque y le retenga, no es insalvable. Conviene, por lo tanto, escuchar en silencio las razones que se manifiestan poderosas y en la dirección liberadora. Conviene meditar y oír el flujo de la corriente que circula entre el pensamiento y el deseo. Conviene la cautela, pero también empeñar la personal capacidad de decisión si se quiere que el amor descubierto en ese momento especial de tránsito por la vida nutra la sustancia de cada ser.”

El viajero suspira y se queda pensativo. Abandona la lectura. Se deja refrescar por la brisa que le llega deslizándose entre los montes de Okuma y las planicies de Yakaguchi. Mientras, contempla cómo Yoko forma un ramillete de calas que crecen en la pequeña charca que hay junto a la casa.

11. Espesura



La humedad del valle de Tanarai es superior a la de otros valles. Incluso es más fría. Penetrar en él supone pertrecharse para no sentirse herido por cierto aire gélido que se cuela entre las laderas frondosas. Aunque el golfo de Shuriwa no está excesivamente lejos, las estribaciones de la sierra de Kurigawa levantan un muro que aísla y desvía los vientos templados del mar. El viajero desconoce si Tanarai está mucho o poco habitado, y debe pensar en las noches a la intemperie. Pero su fragilidad es de otro signo. Y aparece cuando menos se espera. El caminante, que se crece en medio de las adversidades y de las sorpresas, que decide valerosa y ágilmente sobre bifurcaciones confusas, cielos nublados y transeúntes sospechosos, quiebra no obstante en lo inmediato. En las celadas del corazón. Y se ve debilitado por lo que ha quedado al descubierto de sí mismo. La detención en la posada había deparado lo no previsto. Y lo no previsto adquiría tal magnitud que, ahora, al retomar el camino, me hacía sentir confuso. No podía dejar de pensar en Yoko, y nuestros encuentros no habían carecido de sinceridad y de conquista mutua. Aun llevando a cuestas nuestra particular carga de desprovisión, fuimos capaces de aportarnos cercanía. Y nos habitamos. Respondimos a una agazapada llamada íntima, como si arribáramos a la costa del amor desde un vacío profundo y a través de una naufragio desapacible, y descubriéramos de pronto que nos necesitábamos para salvarnos. La vida y comportamiento habitual de cada uno se había dejado de lado durante unos días. Y tenía lugar entre nosotros tal abandono de memorias, tal carencia de exigencias, tal sensación de apacibilidad que resultaba sorprendente que dos desconocidos pudieran tocar la dicha. Avanzaba yo hacia lo más intrincado del valle, arropado por los recuerdos, anhelando volver a ver a Yoko. Pero, ¿qué destinos no se solapan tras los pasos de cada caminante de la vida? El hombre que se desplaza indefinidamente y lo hace sin rendirse, nunca sabe qué caminos va a tomar, ni si estos siempre tienden por inercia a alejarse del punto de partida, sin vuelta posible, o si se convierten en direcciones circulares que le sitúan de nuevo en el punto inicial. Y es la misma aspereza del suelo que se pisa, los ramajes que arañan las manos, algunos escasos sonidos desconocidos de animales, los que ponen al viajero sobre su propia y decidida misión. No siendo aún mediodía, la oscuridad se iba adueñando del valle, debido a la espesura y al encajonamiento al que sometían las laderas. La senda se mostraba dificultosa para transitar, entorpecida por los arbustos, las lianas que colgaban del monte, las piedras desprendidas. No esperaba tanta humedad y sentí un estremecimiento que no se debía sólo a la baja temperatura. Me invadía cierto desasosiego y un temor que no había percibido desde hacía tiempo. Demasiado inhóspito aquello, demasiado silencioso, demasiado vacío. ¿Podía incluso calificarlo de peligroso? Pero el peligro, ¿cómo se mide? ¿Por la anticipación de los propios miedos? ¿Por las visiones fantasmagóricas que lo circundante puede producir en la mente de los individuos? ¿O era resultado de un acontecimiento que no se controlaba y que aún estaba por manifestarse? Pensé en los comentarios de aquel ilustrado mikado, Nari-Hara. “Si crees que el peligro te acecha, mira para otro lado. Si crees que también llega por ese lado, mira a tu espalda. Si sientes su frío sobre tu espalda, mira al cielo. Si miras al cielo y te parece que va a derribarse sobre tu cuerpo, mira de frente. Si miras de frente y ves que viene veloz hacia ti, no mires ya para ninguna otra parte. Tal vez te atraviese, pero al menos le habrás visto la mirada.” Silbé. Ni un eco recorrió el corazón de la espesura.


12. El desertor



El crujido sobre la hojarasca le pone alerta. A un paso de descifrar su enigma, el caminante tiene una sensación incierta y dual. Alguien se mueve entre la frondosidad; pero de esa figura oculta, indescriptible de momento, cabe esperar tanto el peligro como la salvación. Si se trata de un salteador de caminos, el riesgo es elevado. El viajero, en una encrucijada insegura cuya senda correcta debe elegir de inmediato, dispone de dos sentidos. O su fortaleza física e incluso armada se impone a la del asaltante o tiene que hacer un despliegue de imaginación que desborde y despiste al enemigo. Ninguna garantiza nada pero, al menos, tiene la virtud de adecuarse a las posibilidades del caminante. Éste no es hombre de armas ni de violencias ni de contextura física suficiente para imponerse con rudeza y, aunque nadie escapa antes o después a la situación extrema de tener que hacer uso de la fuerza, aunque fuera de manera desesperada y perdedora, él no se ve en esa actitud. Tendrá, por lo tanto, que elegir una vía de sorpresa y de persuasión, ya que dinero no tiene para comprar su vida. Pero, por otra parte, también cabe la posibilidad de que esos pasos sordos, esos chasquidos sobre el sotobosque, no sostengan a un atacante, sino que descubran a alguien semejante a él, cuyo miedo le hace también contenerse y estar a la expectativa. Es en ese momento cuando siento que la humedad y el miedo ciñen una corona de hielo sobre mis sienes, y que se me congela la saliva, y que las tripas se agitan desordenadamente. Me paralizo. Trato de escuchar y de traducir lo que se mueve al otro lado del ramaje. Pero los pasos ajenos también cesan. Por un instante da la sensación de que el lugar está deshabitado hasta de mi propia presencia. Algunos pájaros pían juguetonamente normalizando un entorno oscuro. Sopla el aire y crispan pequeñas ramas. Creo percibir una mayor claridad en el túnel de la floresta. Pero nada ha variado. Como si del rezo de un haiku se tratase, y buscando consolación en él, lo aprieto entre mi pecho como un talismán, y me repito a mi mismo:

Oye tu pavor
los sudores te vencen
saldrás de ésta.

Al poco, una figura de gran complexión se planta ante mi. Erige una katana con las dos manos. Más que un grito de alto lo que emite es una invocación desafinada, un rugido mal pronunciado. No la percibo como una orden. No me impresiona. Es verdad que su planta impone, pero no su actitud ni el despliegue de sus gestos, escasamente creíbles. Cuántas figuras del Noh o del Kabuki o incluso de los títeres del Bunraku causan más pavor entre los asistentes a la representación que esta improvisada aparición fantasmagórica. Además, no puede decirse que haya tenido excesivo cuidado al aproximarse, vendido a su falta de sigilo. Entonces, si no se trata de un vulgar salteador, ¿qué pretende? ¿por qué esa actitud de dudoso desafío, en que más que de ataque da la impresión de ser de autodefensa?


"Me llamo Igochu Ka. Llevo años dejándome la piel para beneficio de los señores de la guerra que se reparten los territorios y las vidas ajenas. Me incorporaron a la fuerza en una de aquellas levas frecuentes que causaron la desolación y el abandono de nuestros campos y de nuestras aldeas. Ni siquiera soy de este lugar. Jamás había estado aquí antes, ni recuerdo cómo llegué. Esto es espectral, solitario. Nadie llega a este sitio apartado por elección. Y a estas alturas no sabría decir tampoco de dónde procedo. Desde hace tanto tiempo he estado recorriendo todas las latitudes, saltando de isla a isla, atravesando montañas y valles, sorteando abismos, unas veces a caballo, otras a pie. Nunca he tenido espíritu de guerrero, ni he disfrutado en las razias, ni me he sentido dominador de nada ni de nadie. Era molinero y sólo gozaba de las chicas y de los bailes que tenían lugar en los villorrios más poblados. Entendía sólo de granos, de moliendas, de aguas rápidas y de ruedas que mueven la maquinaria de la aceña. Lo mío no eran las letras, pero no me defendía mal con la palabra. Me gustaba contar historias al anochecer, cuando dejábamos el molino, y seducir a los chicos de los alrededores con las leyendas antiguas y con mis propias fantasías. Puede que fuera la manera de sustraerme a la monotonía y a la falta de perspectivas de ningún tipo. Y eso mismo valía para el auditorio de amigos. Los anocheceres a la luz de la luna nos hacían volar de mano de los relatos y, de paso, alimentaba una camaradería que nos estrechaba. Ningún futuro se me deparaba salvo aquél, pero tampoco ningún riesgo extraordinario. Hasta que las levas rompieron familias y convirtieron a los movilizados en esclavos a bajo coste de los señores feudales. He visto de todo y me he sentido obligado a hacer de todo, incluso con asco y a costa de que, si me oponía, me fuera en ello la vida. No me extraña que los habitantes de los pueblos y ciudades vean a estas mesnadas desaforadas como gentes bárbaras, carentes de principios, y huyeran, si podían, en cuanto nos divisaban. Como a una clientela ciega, nuestros señores nos han sujetado por una paga escasa, y sólo el aliciente del botín permitía contentar algo más a las huestes violentas. Pero yo jamás me he sentido a gusto. Cuando entrábamos en una aldea para saquearla, yo veía la manera de quedarme apartado con la excusa de sujetar los caballos. Si se trataba de allanar una pagoda cuyos monjes habían manifestado simpatía con otro señor opuesto al nuestro, permanecía en la entrada, o bien tomaba la delantera para prevenir a la comunidad. En más de una ocasión he conseguido evitar violaciones, pero otras veces no podía impedirlo e incluso me han obligado a participar en ellas bajo amenazas. En cierta ocasión interrumpimos una boda, secuestramos a los varones jóvenes para incorporarlos a nuestro ejército, y dejamos ruina y sangre detrás nuestra. Hasta que una vez conocí a un viajero como tú, aunque más anciano, alguien venerable que parecía que viviera perdido, pero que buscaba su sentido en el propio extravío, al que nada le ataba, y decía no tener como referencia suelo fijo bajos sus pies ni patria sobre sus sienes. Este hombre respetable me habló de que había otras maneras de vivir, otros paisajes que andar y otras gentes que conocer. Y que si no hilaba con otros seres lo suficiente para hacerme la existencia soportable, que no me preocupara, que uno consigo mismo ya bastaba. Y me habló de que la armonía estaba precisamente ahí, en la liberación de las obligaciones, en la desposesión de los bienes y en el desalojo de las ideas preconcebidas sobre el mundo. Yo le entendía a medias y le exigía continuamente ejemplos concretos, prácticos. Pero él, entonces, callaba. Ya encontrarás la manera, me dijo. Si rechazas la violencia que te nutre y perseveras en la bondad, que no te ha sido negada, eso me dijo, lo verás claro. Y ahora apareces tú, como una segunda revelación de aquel sabio, no sé si para prevenirme de nuevo o para confirmar si he cumplido las sugerencias de aquel gran maestro. Te diré que ignoro cómo he llegado hasta este extraño territorio, ni en qué momento los otros guerreros me dejaron marchar o se olvidaron de mi..."

Le miré con admiración, mas también con tristeza. Se había puesto la espada en la cintura, bajo el fajín. Sin embargo, su ropaje desgastado y roído no manifestaba que llevara una vida demasiado segura ni cómoda. Y portar un arma no era la prueba de que hubiera hallado la armonía ansiada. Entonces, y le hablé con duda y hasta con riesgo, Igochu, ¿sabes que las guerras feudales desaparecieron hace siglos? Él me contempló con perplejidad y en silencio durante unos instantes. Luego, dio varios pasos hacia atrás, de espaldas, y se extravió entre la maleza.


13. Inscripción



Confundida entre las rocas del monte, la lápida. Una porción de ladera que habla desde sus rasgos borrosos. El caminante se detiene para interpretarla, rescatando un texto de las trepadoras que enmarañan el mensaje.

"Ni nieblas ni fríos ni lloviznas
deben disuadir al viajero que penetra en las honduras.

Ni los silencios ni las sombras ni los salteadores
deben desviar la intención del que busca.

El bosque no tiene ramajes inextricables
la montaña no se desploma
los caminos no desaparecen
la luz no muere.

Donde sospeches, viajero, que no hay salida

hallarás la amplitud.

Donde intuyas que te ciega la oscuridad
recuerda que eres tú quien la trae consigo,

mas encontrarás la luminaria vigorosa
y llegarás a ver la claridad
como nunca antes la habías admirado.


Aquí se abre el horizonte,
y si bien la travesía te resultará densa y ardua,
será todo lo larga que quieras que sea.

Sólo tú puedes probar,
nadie puede hacerlo en lugar de ti.


No dudes jamás.
Pues la duda sería el principio de la pérdida,
que no puedes aceptar."

El asombro tomó las riendas del viajero. ¿Qué extraño territorio estaba ocupando desde sus límites de hombre solitario? Pero la extrañeza es una reacción o una suerte de estado de ánimo ante lo que sorprende por inesperado. Alguien le había comentado que en la selva de Tanarai la sorpresa es como la vegetación, la oscuridad o los silencios. Lo habitual.

 

14. Meditación







Empecé a sospechar que el valle de Tanarai no estaba tan deshabitado como el orate dijera. Que acaso lo ocupasen personajes extraviados. Gentes que no sabían qué tipo de frontera inadvertida traspasaban. Espíritus ancestrales que habían equivocado su marcha y en su vuelo confuso se dejaban caer inertes sobre la apariencia inhóspita de la tierra. Cada paso era un paso desprovisto de memoria. Avanzaba expectante, no carente ya de cierta alarma. Mas deseaba nuevas sorpresas, y el riesgo era una incierta posibilidad de cuya gravitación no quería ser consciente. Durante un tramo bordeé un arroyo cuyas aguas aparentaban calma, pero su curso era frenado por piedras caídas desde la altura del monte y por ramajes desprendidos tras los aguaceros intensos. Más adelante el río se ampliaba y la corriente se precipitaba envuelta en un vértigo fragoroso. Tanta tibieza en el ambiente invitaba a la abstracción, que no al recuerdo. Mi viaje no pretendía airear vivencias pretéritas ni consolarme en antiguas seguridades que hoy apenas significaban nada para mi. Todo estaba allí. El presente era tránsito, pura percepción de vivir el instante, algo que perdería inmediatamente después. Y ese sentido del momento me poseía. Abrir mis oídos a la mezcla de sonidos, aguzar la mirada entre luces y sombras, palpar los elementos naturales, percibir las fragancias agitadas por el viento, todo me parecía que fuera la intensidad deseada. Atisbé un puentecillo rudimentario que unía las dos orillas del río por una de sus zonas más angostas. Era frágil y su suelo se mostraba resbaladizo. No transmitía firmeza, pero cumplía su función. Atravesarlo era como deslizarse a favor de la corriente, cambiar la orientación, sentir la agitación bravía de las aguas. Y esa sensación de que el instante era extremadamente dinámico, que nada de lo que asemejaba ser estable lo era realmente, me hacía pensar. Que los ignorados elementos que desplegaba la naturaleza fueran de ordinario ignorados por los hombres me producía entonces una verdadera indignación. Allí estaba la razón de ser del tiempo y de la existencia. No en las cortes de los mikados, ni entre los funcionarios, ni en las manos de los mercaderes, ni en las armaduras de los guerreros, ni en el albor de los kimonos de los monjes. Y una íntima satisfacción me colocó en el centro de mi mismo. Todo cuanto me rodeaba explicaba mi razón de existir y otorgaba conciencia a mi ser. No era quietud lo que notaba, puesto que el hallazgo me desasosegaba. Pero las visiones del alma se producen precisamente a través del arrebato. Sólo éste nos hace gozar, y vincula nuestra pequeñez con el don de la inmensidad.

15. La fiel




Era como si las ramas se movieran, pero no era por el viento. Como si las nubes oscurecieran el cielo para inmediatamente después destaparlo, pero tampoco era el celaje. Como sombras chinescas que generaran mil rostros sobre el talud de la montaña, pero cuyas manos ocultas no las mueve nadie. Y llegaban extraños sonidos que se filtraban desde las copas de los árboles hasta aderezarse con el barro del camino. Siseo de sedas arrastrándose, agitaciones de colores, vuelos y caídas desplegándose sobre la cabeza del viajero. Había pasado la noche protegiéndome de la lluvia bajo el saliente de una roca. Llevaba despierto desde antes del alba, cuya ceremonia presencié atónito y encantado un día más. Nunca se cansa uno de contemplar el fino trazo luminoso que lejos, en algún lugar desconocido de más allá de los mares orientales, se va pergeñando tenue al principio, montaraz después, afirmado más tarde.

Ligera raya
salpicando de luces
pares el día.

La abundancia de hierba y la hojarasca depositada sobre ella formaba un tapiz contrastado de tonos y texturas. Y fue ahí donde la danza hecha figura se manifestó. Y una sombra aparecida de pronto se dejó caer, se dejó sentir, se movió sin ruidos ni palabras ni aspavientos. Fue puro aroma. Dijo llamarse Kita Dako. Y que su misión era entretener a los viandantes que se habían aventurado a extraviarse en aquel bosque. Porque no otra cosa era caminar por el bosque sino pérdida, silencio, soledad. Eso dijo. Ella misma había llegado allí procedente de la ciudad sagrada de Karan. Yo nunca había oído nombrar tal ciudad y desconocía que en el paisaje sagrado de ciudades y templos hubiera algún lugar con tal nombre. Pero uno nunca conoce demasiado y tiene que creer a los personajes con los que se encuentra en las sendas. O al menos escucharles. Kita Dako dijo que había empezado muy joven en la representación. Cuando apenas tenía claro si su capacidad mímica y sus facultades para producir burla y su agilidad para moverse eran algo más. Aunque ella siempre creyó, eso dijo, que lo suyo era arte. Y que se manifestaba, y que ponía en marcha un mundo para que trascendiera el propio, y que disfrutaba en él. Era como desdoblarme, afirmó, como sentirme dos veces mujer, dos veces huída, dos veces Kita Dako. ¿Por qué huída? Porque a diferencia de otras principiantes que aceptaban de buen grado la solicitud y las propuestas lascivas de los hombres ella se negaba. Ella se depositaba entera en el arte, aunque al principio el estilo fuera burdo, poco elaborado y se la identificase con el papel de las demás mujeres. Lo fácil era improvisar, abandonarse al griterío o a los aplausos de los hombres, entregarse después a ellos. Kabuki, como lo llamaron más tarde, era todo el sentido de mi misma, eso dijo. Y dijo más, dijo que se mantuvo fiel a él. Que profundizó en cuanto percibía necesario. Que inventó maneras de deslizarse, que ejercitó sus extremidades para poder realizar mejor los saltos, que ensayó continuamente formas de gesticulación. No fue comprendida por sus propias compañeras, ni los hombres le trataron bien debido al desdén que manifestó hacia ellos, incluso difundieron bulos sobre ella en lo tocante a su identidad sexual. Kita Dako calla y toma posesión del espacio, alza los brazos, gira la cabeza a un lado y otro lentamente, luego la cimbrea, se desplaza sobre sus pies con una carrerilla que va produciendo sonidos de cascabel sobre las hojas muertas. No están allí, pero escucho los tambores que hacen coro, el sanshin dulce y armónico que lleva y trae los paisajes olvidados. No suenan, y sin embargo llegan hasta mi. Mientras, Kita Dako se embriaga en sus propios vapores. Y me empuja a la representación.

Mujer de danza,
bailas para viajeros
y los arrastras.

16. La canción





Cuesta descubrir entre los frutos del suelo que lo invaden todo la obra malherida de los hombres. Según me aproximo a las ruinas de la ciudad que fue, el camino va mostrando sus huellas soterradas. Trazados ocultos, piedras talladas por la mano artesana, basamentos, algunos muros de adobe, van destacando entre la floresta. Los árboles despliegan sus brazos venosos sobre el último templo antiguo.

Escucho la voz tenue de unos cánticos, casi apagados por un laúd débilmente tocado. Un pastor púber cuida un pequeño rebaño de cabras. ¿Recita o canturrea?

...la luna arriba, la tierra abajo,
el sol atraviesa el espacio
que no es ni de la una ni de la otra,

lo ocupa, se pasea y se va,
regalando a los animales, a la vegetación y a los hombres
el calor, la visión y el alimento,

su aparición no es duradera, su fuga
no es para siempre,
no duda de su poder ni de su extensión,
porque sabe que ni va ni viene,

él se burla si un día no se muestra,
se ríe si nos abruma con su coraje,
y al final del día se avergüenza de ser tan juguetón,

porque sabe que nosotros somos el eterno viaje
al regreso de nuestras ilusiones agotadas,
la noche arriba, el llanto abajo...


El pastor no se sorprendió de mi llegada. Otros hombres han venido hasta aquí. Algunos creyendo que la ciudad existía todavía. Yo les muestro las ruinas y les hablo de su pasado. Así me entretengo. Como me sorprendiera su recitación, le pregunté cómo conocía ese texto del sabio Kiru Muruyaba. Pero él no sabía ni quién era ese sabio ni qué significaba exactamente el poema. Me lo enseñó otro viajero que pasó por aquí. Lo cantábamos juntos mientras él hacía sonar un instrumento que llamó shamisen. Me gustaba cómo lo tocaba y las palabras sonaban de una manera muy divertida al acompañarlas con la música, así que acabé aprendiendo la canción. Él me enseñó también a tocar el instrumento. Un día dijo que se sentía tan viejo que no tenía sentido seguir cantando por los caminos y que quería marcharse para siempre. Y me dejó el shasimen que aquí ves.

Verdaderamente sorprendente es este valle, pensé. Parece inexistente, no se encuentra en los mapas, casi nadie sabe de él, pero en Tanarai voy encontrando a todos los personajes de la vida. ¿Seré yo uno de ellos, destinado a no salir nunca del valle de la oscuridad, del silencio y de la soledad?


Puro asombro
el valle son mis pasos.
No miro atrás.


17. Lo efímero



El pastor se ofrece generosamente a mostrarme las ruinas. Algunas de ellas apenas se adivinan, devoradas por lianas, raíces y grandes ramas que se incrustan en las piedras. La parte de la edificación construida con material de barro se ha ido descomponiendo, y de la madera de sus vigas y suelos no queda sino pequeños rastros negros adheridos a la piedra, efectos tal vez de un incendio. Las estancias más importantes se reconocen por los sillares cuadrangulares que permanecen como basamento de los muros. En algunas de ellas se advierten grabados geométricos, mallas que tejen el universo, dragones que agitan sus cabezas bicéfalas, flores que emanan desde un punto central hasta divergir en todas las direcciones. Interpretar estos grabados a la luz de nuestro entendimiento no es fácil. No obstante, el pastor, en su tedio, ve configuraciones que le divierten. Resuelve los enigmas a su antojo. La vegetación es tan abundante que cuesta comprender la disposición de lo que fue el antiguo santuario de Fuji Tanaka. Se percibe una fragancia que proviene de variedades de flores y plantas que no había visto jamás y para las cuales el adolescente se ha inventado nombres según le sugieran las formas o las asociaciones de su mente o de sus sueños: ojos de gato, cabellos dorados, flor de la vida, tierna pastora... El joven relata lo visible y lo invisible a su manera, lo mezcla y lo funde al albur de su capricho, ubicando ámbitos y espacios según su ocurrencia, la dimensión o el estado de las ruinas. Es evidente que el chico dispone de todo el tiempo del universo para mirar y para inventarse otras miradas que para sí mismo resultan acertadas e ingeniosas. No está claro que todo aquel solar derrumbado y absorbido por la naturaleza sea lo que queda de Fuji Tanaka. Algunos viajeros dados a consignar los temas del pasado dudan incluso de su existencia. Una minoría de gente letrada que mencionó la ciudad perdida en sus crónicas se muestra incrédula y llega a considerar un mito su existencia. De Fuji Tanaka se decía que era un santuario donde ingresaban niñas de la región para iniciarlas en el arte de la sexualidad sagrada. Según la leyenda, el objeto era ofrendarse con su cuerpo y sus cuidados al culto a la divinidad antigua que se veneraba por estas tierras, mucho antes de que las nuevas creencias procedentes del continente llegaran hasta las islas. Cuando le hablo al pastor de esta leyenda, se ensimisma y permanece serio. No entiende por qué las niñas tendrían que ser sometidas a algo tan esclavo y confuso para toda su vida, aunque no les faltase de nada. Es como si sospechara, él, que es un niño poco ilustrado pero que se halla marcado por la dureza de la vida y de sus elementos, que esa especie de recolección de mujeres jóvenes fuera una excusa para otros fines. No quise en ese momento abundar en más detalles, así que me dejé llevar por el recorrido a través del recinto asilvestrado. La dimensión de las ruinas es también el reflejo de la dimensión de lo construido. No sólo es la huella de lo desaparecido, sino de alguna manera la herencia permanente, la ratificación de una obra hecha para durar una eternidad que nunca es tal. A veces el viajero se pregunta si las ruinas pueden ser más hermosas que la edificación inicial. Nunca sabremos cómo refulgieron las edificaciones levantadas, aunque se hayan conservado planos, grabados o recuerdos de caminantes. No siempre lo visible es lo real. No siempre la percepción es compartida. No siempre lo soñado es lo tangible. Tenemos los testimonios de los cronistas, los rollos de pintura que tratan de conservar representaciones lejanas, y muchos comentarios escritos en documentos comerciales o en licencias. Aunque el viajero, cuando se da de bruces con los lugares abandonados, siempre se pregunta cómo aconteció su ocaso. Fácil es resumir una vida transitoria en tópicos, concluir en las consabidas frases de consolación. La vejez, el paso del tiempo, el abandono, la desidia de sus ciudadanos, las invasiones, los desplazamientos de la tierra, los terremotos. Claro que todo esto son factores. Pero siempre hay una duda. ¿Se perdieron conscientemente las ciudades? ¿Se dejaron perder? ¿Sucumbieron por negligencia de sus moradores? ¿Fueron los invasores más fuertes que los poderes que gobernaban las ciudades? Ciertamente hay urbes que han sobrevivido unas sobre otras, unas dentro de otras a lo largo de siglos. Ciudades que se desconocen pero que se entrañan a varios palmos sobre y bajo tierra. Ciudades que conviven entre el anonimato del pasado y el fragor del día a día. El viajero mira lo que queda, y lo que permanece, aun mermado, aun derruido, resulta ser siempre la huella de lo grande. Los santuarios, los palacios, los edificios de gobierno. Es verdad que sin ellos poco sabríamos de las culturas del pasado. Pero uno medita que eso no podía ser toda la vida de una ciudad o de una comarca, y que la gente sencilla tendría que vivir de otras maneras más borradas todavía. Que más allá de los símbolos sagrados, y del poder, y de la administración de los pueblos había una vida visible y numerosa pero sobre la que se sabe menos. Cuando el caminante da con estas ciudades de ruina que fueron grandes la atmósfera casi le hace creer que los pobladores no las habitaron jamás. Como si sus chozas y sus herramientas y sus caminos fueran lo más imperdurable de lo efimero. Como si a la señal de silencio se disolvieran ambiciones, fracasos y resignaciones. Huellas de lo imperceptible. Y el haiku deja su eco...

Lo grande finge
lo humilde no habla
todo es mudez.


18. Parada





Caminar por Tanarai es como si uno se dirigiera a ninguna parte. Como si las proyecciones geográficas hubieran volado. Si preguntas por el mar a algún personaje con el que te hayas encontrado te indica en una dirección. Si le preguntas a otro puede señalarte la contraria. Si hablas con un tercero, no sabe. Abandoné el lugar misterioso de Fuji Tanaka deseando suerte al pastor. A diferencia de aquel viajero que le regaló el shamisen, yo sólo invoqué el favor del azar. Tampoco soy hombre de dar consejos. Siempre me ha parecido que no es útil, y que cada uno debe descubrir con su agudeza y observación lo que le depara la vida. El chico no sabía leer, por lo que obsequiarle con uno de los libros que me acompañan hubiera sido un gesto baldío. Mas luego me arrepentí de no haberlo hecho. ¿Y si algún día aprende? Siempre podría disponer de él. ¿Y si lo conserva como un talismán? No creo en el fetiche del simple objeto. ¿Y si se lo da a otro caminante cuyo contenido le va a ser útil o simplemente agradecido? Difícil adivinarlo. La fuerza de los libros es más intensa que la de las palabras, siquiera porque perduran más. El destino de un texto es una larga mano, imprevisible, de ida y vuelta. Puede que hoy no entendamos lo que leemos, pero dentro de unos años puede iluminar. Es verdad que hay palabras, emitidas por la boca de otras personas, que calan a la primera y que se sedimentan en el alma del individuo, no voy a negarlo; palabras que nunca se olvidan. Es verdad que hay narraciones que se nos han ido transmitiendo de generación en generación en las frías noches de invierno, al borde del hogar, o en los agradables atardeceres de verano, al pie de los bambúes. De aquellos cuentos nos han llegado hoy estas otras maneras de relatarlos, a través de escribientes que se han esforzado. Sin embargo en un libro hay tantas palabras que se dispersan en tantas direcciones. Tantos sentidos, tantas posibilidades de interpretar, tanto dicho y no dicho que puede ser completado por el lector. A veces me pregunto si la genialidad de un texto no está tanto en lo que dice como en lo que incita a ser comprendido, en lo que nos sugiere. ¿Saben más los que han escrito los libros? Acaso simplemente se han anticipado a los lectores en percibir la vida, y nos la cuentan. No soy de los que tienen fe ciega en cada palabra y en cada argumento de lo que se lee. La palabra es débilmente humana. Por lo tanto, puede ser aceptable o discordante, o bien etérea o bien tangible. Esa palabra no vale si no se somete a la interpelación del que lee. En mi experiencia de caminante sin claro retorno, vivo la lectura con el entusiasmo de las nuevas exploraciones. Para mi es un alimento que tengo que digerir y absorber. Mi nutrición con ella dará la medida del valor de lo escrito. Hay quien busca curación en la palabra escrita, quien la adopta como vínculo religioso, quien se deja acariciar superficialmente, quien exige más, quien se conforma con el placer que obtiene, quien la complementa en su imaginación. Son distintas posiciones, variadas posibilidades, ¡y todo es válido!. A mi me ha gustado ser de estos últimos. Nunca he considerado los textos como algo cerrado, ni los más herméticos lo son tanto como parecen, y resulta que, con frecuencia, son los más abiertos para ciertos espíritus inquisitivos y rebeldes. Es como si hubiera una subterránea relación dentro de mi entre lo que vivo y lo que leo; incluso han llegado momentos en que no sabía con seguridad si vivía lo real o lo que emergía de la ficción. Con estos pensamientos redundantes me fui alejando de la ciudad enigmática, de la que nunca se ha sabido si fue o no fue tal ciudad. Después de andar media jornada consideré que hay ocasiones en que el caminante debe parar sin más. ¿Qué importancia podía tener para mi saber dónde caía el mar o dónde la montaña? ¿Acaso me había propuesto salir de aquel valle? Se supone que el viajero debe trazar una ruta y seguirla indefectiblemente hasta dar con el objetivo propuesto. Así era antes de entrar en Tanarai, mas ahora mis referencias eran otras. Ni siquiera pensé en que me iba a cruzar con tantos personajes, si bien todos ellos resultan seres marginales, desahuciados o apartados de su origen y de su destino. ¿Tal vez yo me voy convirtiendo en uno más de ellos? ¿Es ése el secreto del valle? Un lugar donde llegan los que ya no quieren descubrir más, los que no pretenden probar de nuevo, los que se han dado por vencidos ante los retos o las apetencias, los que viven de nostalgias insalvables e incluso los que no han tenido otra oportunidad de saber qué es lo diferente. Una pequeña elevación del terreno, desde la que se contemplaba con cierta perspectiva la parte más hundida de Tanarai, me dio la idea de acampar sin mayores pretensiones. A lo lejos, asomaban las cumbres albinas de Hokusai Yama. Demasiado evanescentes. Necesitaba detenerme; sin tiempo, sin urgencias. Corté varias cañas de bambú, las uní, las recubrí con hojas grandes hasta formar un sencillo cobertizo, y me senté debajo. Permanecí allí impasible, mirando el entorno, el sol asomando entre nimbos, las abejas capturando el néctar de multitud de plantas, las aves cayendo en picado sobre las simientes salvajes.

Parar y sentir
la calma del planeta,
soy pero no soy.
 
 
 
 

y 19. Las visiones del caminante





Mas desde aquella parada bajo el cañizo lo veía todo. No sólo la visión adivina del obscuro valle de Tanarai, sino las cimas más lejanas y las costas más agrestes. Cerraba los ojos y los mares orientales se batían en mi presencia, y me llegaba el rumor de su ferocidad y el embate de las olas contra los acantilados que resistían, a pesar del riesgo de su propio desgaste, y los empellones contra las naves de mercaderes que desafiaban su destino. Y me era dada la contemplación abierta de los valles de la soja y de los humedales de arroz, y los trabajos y jornadas de los habitantes de las aldeas primitivas. Y penetraba con mi retina malherida entre los frondosos bosques de bambú, erectos como lanzas guerreras, cerrados como caballería del shogun, que apenas se dejaban herir por esbozos de ligeros rayos del sol. Y simulando el vuelo de los gavilanes alcancé las cimas de nieve de los montes santos, y sobrevolé el corazón de los volcanes durmientes, cuyo fuego se renovaba en sus recónditas entrañas, y al anochecer descendí sobre el alma de las ciudades que se sumergían en los sueños, muchos de cuyos habitantes se entregaban a la diversión o al repaso de las tareas y las cuentas del día. Y envuelto en el aspecto del viajero que lo mira todo, entré en los hogares honorables y me recosté sobre los tatamis cálidos, me emborraché con sake en las tabernas portuarias y me deslicé tras las puertas de las mórbidas casas de placer de las afueras. Y empeñado como me veía en la exigencia de la meditación me dejé llevar por el silencio de los santuarios y escuché respetuoso los cánticos de sus profesos, siquiera para probar si la dimensión de mi alma individual era inferior a aquellos que hacían de su existencia un apartado reconocido y vitalicio. Todo consistió en cerrar los ojos. Mi vida era simplemente el espacio reducido bajo el bambú protector. Mi sentido estaba en la concentración de mi humilde cuerpo. Mi estímulo consistía en detener la ansiedad de la búsqueda. Las preguntas bien podrían replantearse; las respuestas bien podrían ser flexibles; la mirada bien podría ir más allá de lo que aparentemente se ve; lo que se desea saber acaso podría ser un arañazo al magma de ese conocimiento secreto de la vida cuya línea divisoria nunca significa alejamiento, sino acaso nueva aproximación. No sentía hambre ni frío ni humedad ni deseo. El haiku habló por mi y se perdió entre todos los paisajes...

Bambú te meces
flexible, consistente.
Afianzas tu ser.