y 19. Las visiones del caminante





Mas desde aquella parada bajo el cañizo lo veía todo. No sólo la visión adivina del obscuro valle de Tanarai, sino las cimas más lejanas y las costas más agrestes. Cerraba los ojos y los mares orientales se batían en mi presencia, y me llegaba el rumor de su ferocidad y el embate de las olas contra los acantilados que resistían, a pesar del riesgo de su propio desgaste, y los empellones contra las naves de mercaderes que desafiaban su destino. Y me era dada la contemplación abierta de los valles de la soja y de los humedales de arroz, y los trabajos y jornadas de los habitantes de las aldeas primitivas. Y penetraba con mi retina malherida entre los frondosos bosques de bambú, erectos como lanzas guerreras, cerrados como caballería del shogun, que apenas se dejaban herir por esbozos de ligeros rayos del sol. Y simulando el vuelo de los gavilanes alcancé las cimas de nieve de los montes santos, y sobrevolé el corazón de los volcanes durmientes, cuyo fuego se renovaba en sus recónditas entrañas, y al anochecer descendí sobre el alma de las ciudades que se sumergían en los sueños, muchos de cuyos habitantes se entregaban a la diversión o al repaso de las tareas y las cuentas del día. Y envuelto en el aspecto del viajero que lo mira todo, entré en los hogares honorables y me recosté sobre los tatamis cálidos, me emborraché con sake en las tabernas portuarias y me deslicé tras las puertas de las mórbidas casas de placer de las afueras. Y empeñado como me veía en la exigencia de la meditación me dejé llevar por el silencio de los santuarios y escuché respetuoso los cánticos de sus profesos, siquiera para probar si la dimensión de mi alma individual era inferior a aquellos que hacían de su existencia un apartado reconocido y vitalicio. Todo consistió en cerrar los ojos. Mi vida era simplemente el espacio reducido bajo el bambú protector. Mi sentido estaba en la concentración de mi humilde cuerpo. Mi estímulo consistía en detener la ansiedad de la búsqueda. Las preguntas bien podrían replantearse; las respuestas bien podrían ser flexibles; la mirada bien podría ir más allá de lo que aparentemente se ve; lo que se desea saber acaso podría ser un arañazo al magma de ese conocimiento secreto de la vida cuya línea divisoria nunca significa alejamiento, sino acaso nueva aproximación. No sentía hambre ni frío ni humedad ni deseo. El haiku habló por mi y se perdió entre todos los paisajes...

Bambú te meces
flexible, consistente.
Afianzas tu ser.