2. Dedicación



Okuma se erige como una fortaleza arbórea entre las aldeas de Kiwa, Taguchi y los arrabales de la ciudad próspera de Ikinawa. En realidad, los separa a todos ellos, de tal modo que aunque al subir al monte se pueden contemplar en su dispersión todas las poblaciones, desde éstas no hay una percepción palpable de sentirse próximas. Las encrespadas estribaciones del monte, los estrechos pero profundos tajos que abre el curso frío y diagonal de los ríos que bajan desde más allá de Okuma y la vegetación tupida no les hace visibles entre sí a los habitantes de la comarca. Los caminos son intrincados y en muchas partes el suelo cede por efecto de las lluvias, poniendo en riesgo las carretas y las caballerías. Muy ocasionalmente pasan por la zona los funcionarios enviados por el gobernador de la provincia para cobrar los impuestos o inventariar el censo, que apenas se modifica de unos años a otros. De hecho, si bien en el primer caso andan diligentes y rigurosos para reclamar las contribuciones que no dejan de subir, en el segundo hacen la vista gorda, sin importarles demasiado si hay trasvase de gentes de otras provincias, atraídas por la actividad en alza de las pañerías y de los talleres de tinte. Okuma se mantiene más o menos intacto, no se sabe bien si por las supersticiones tradicionales de los habitantes, que siguen creyendo que el monte es una herencia sagrada de los antepasados, bien porque es un paraje a mantener en su plenitud y belleza, bien porque muchos de los vecinos de la comarca yacen fusionados con las hayas y las rocas y su sueño definitivo no debe ser inquietado. Es cierto que no todos los montes de la provincia corren la misma suerte. El incipiente crecimiento manufacturero reclama el precio del derribo de los árboles, y el golpe es severo en los hayedos y en los arcedos. No obstante, los habitantes de las aldeas ponen de su parte lo que pueden para reforestar y mantener vivas las especies. En cierta ocasión conocí a Hichita, la menuda y tímida maestra del poblado de Karagata, el más alejado de Okuma. Un día a la semana sacaba a sus alumnos a dar un paseo por los alrededores, como premio a la constancia en las tareas escolares, pero el objetivo tangible era enseñarles a distinguir unas plantas de otras, unos árboles de otros, unas rocas de otras. Todos llevaban su pequeña azada y un ligero cuévano a sus espaldas, y se detenían en aquellos parajes más esquilmados por los leñadores. Entonces sacaban de sus cestos unos retoños de arce y los plantaban con mucha parsimonia. Al final, la maestra y los alumnos permanecían callados en círculo, se miraban entre sí con satisfacción y cantaban una antigua canción que hablaba de que los ríos, los montes y los valles eran las almas de los genios que se habían fugado del reino exquisito para transmitir a los hombres sus goces y sus ilusiones. Aquella escena atravesó de manera tan conmovedora mi espíritu que no pude por menos que dedicar a Hichita un haiku.

Pequeña guía,
tus manos plantan brotes,
tu ser latidos.