3. Peregrinación




Entre las aldeas de Karaghosi y Ogata los caminos se diluyen por causa de la floresta abundante y de los lodazales. Para el viajero que pretende acceder por primera vez a lo que queda de la ya casi inexistente pagoda de Ogata, la pérdida está asegurada. Le conviene parar en la posada de Korin, que está de camino, hacer noche si es que llega al atardecer y solicitar al alba un guía fiable que le conduzca hasta el antiguo lugar de peregrinación. Apenas se habla ya de la pagoda que en otros tiempos congregase a peregrinos venidos de las comarcas más distantes de la región. Las viejas guerras entre señores feudales, la pérdida de devoción de los campesinos motivada por el desaire con que se condujeron por causa del hambre y de las penurias, y la reducida comunidad de monjes que quedó tras tanto desastre, hicieron caer poco a poco en el olvido lo que en otras épocas fuera el hermoso templo del Amanecer Dorado. Hoy día es considerado raro el visitante que se acerca al arruinado caserío de Ogata. Los aldeanos no presumen ya de las viejas tradiciones y no les resulta fácil comprender que alguien llegue de lejos guiado por los comentarios de textos antiguos o basándose en los relatos de familia. El día que llegué a la pagoda se mostraba clareado, tras varias jornadas de lluvias torrenciales que calaron hondamente en la paciencia del viajero. Iba con la idea de que encontraría pocos restos, o acaso ninguno, de la arcaica estructura de madera del templo. Sin embargo, aunque habían desaparecido los distintos niveles y los aleros cóncavos de los tejados, permanecía una humilde planta que trataba de rescatar el espíritu de la verticalidad perdida, a base de estar rematada como si se tratase de los pisos superiores de la antigua edificación. La visión me hizo tomar rápidamente el pincel y escribir una sugerencia que aprecié como homenaje:

Templo humilde
no eres menos digno
por tu pequeñez.

La sorpresa siguiente complementó gratamente la primera impresión. Aún residían en las míseras dependencias adjuntas al templo una reducida comunidad de monjes. Casi todos eran de edad muy avanzada, pero me llamó la atención que hubiera entre ellos un novicio. Fue éste el que más alegría mostró por mi llegada. Aunque sus formas fueran tímidas y sus movimientos toscos, no pudo resistir la tentación de hacerme preguntas sobre los motivos de mi visita. No obstante, pronto me di cuenta de que lo que pretendía no era tanto saber sobre mi como saber del mundo de donde yo procedía. La luz abierta sobre el valle invitaba a conversar dando paseos y me dejé conducir por el novicio por las estancias arruinadas de la pagoda y las terrazas cultivadas de los alrededores. Me sentía apacible y relajado tras las últimas jornadas de oscuridad y no pude evitar expresarlo:

Sólo la calma
premia al peregrino
que no desiste.