6. Reemprender



El tiempo fluye,
se disuelve en calma.
Yo me altero.

Aunque me gusta tomarme mi tiempo entre los parajes que atravieso, deteniéndome con calma ora por el gusto de contemplar las montañas y los valles, ora por el placer de conversar con las gentes de las aldeas, ora por sentirme arrebatado con lo imprevisto, como es el caso de la pagoda de Ogata, el cuerpo me pide siempre no demorar en exceso la partida. Es como si ese detenerme en lo que me atrae fuera tan tentador que tuviera miedo de inmovilizarme allí mismo, dejando con ello de cumplir el objetivo principal de mi recorrido, que es precisamente transitar y seguir conociendo. Es el espíritu de las percepciones lo que me reclama. Sentir los impulsos del paisaje cambiante, dejarme herir por los fogonazos de los amaneceres desmesurados, oler los aromas desprendidos de los arbustos, observar el ajetreo de los pobladores en sus labores cotidianas, palpar los días de mercado, recluirme de pronto en la oquedad de una elevación o en un apartado monasterio. Tan pronto como comuniqué a los monjes de Ogata mi partida, noté que Eiko se mostraba extremadamente huraño. No me costó mucho entender que hubiera deseado partir conmigo, y que contenía sus ganas de hacérmelo saber, pero no lo expuso abiertamente. Tampoco era mi intención azuzar expresamente los deseos insatisfechos de nadie, aunque comprendía que sus ansias de juventud sostenían una lucha interna entre mantenerse ajeno de sí mismo en la comunidad o aventurarse al mundo desatando sus energías adolescentes. Por otro lado, yo en modo alguno pretendía molestar a los monjes ancianos, cuya confianza al acogerme unos días, relatándome las historias del lugar y mostrándome sus secretas obras de arte, eran para mi impagables. Sin embargo, no quería que Eiko se creyera totalmente abandonado a su suerte por mi. Yo había sido un visitante accidental, ajeno a las circunstancias de vida y objetivos de la pequeña comunidad. Pero él me percibía como la novedad, la aportación, lo diferente. Pensé que su desparpajo tímido, su entrega sin límites al pasear conmigo y darme a conocer el lugar y sus misterios ocultos, su serena y prendida escucha de cuantas experiencias le transmití y cuantos relatos le conté, merecían por mi parte, si no un impulso directo que podría haber interferido las normas y la disciplina de la Casa, sí una leve atención. Llevaba en mis alforjas un ejemplar de Visión de la otra vida, un librito que había publicado hacía años, parte disertación viajera, parte composición poética, parte indagación filosófica. Me parecía que allí había expuesto yo en su momento mis inquietudes, justo cuando más arreciaba el descontento y el desasosiego en mi existencia. Por supuesto, no había sido el libro exclusivamente el elemento que me permitió enfrentarme a lo pendiente, pero sí recogía todo el cuestionamiento que cabía haberme hecho para romper con las ataduras y tratar de encontrarme por los caminos de la Tierra. Por lo tanto, entregarle aquel hatajo de escritos era estar entregándole algo de mi. Si aquello le iluminaba en algún sentido, conduciéndole a optar por lo diferente, o decidiendo una alternativa práctica, o simplemente le tranquilizaba ya justificaba su valor. Así pues, la noche antes de partir le llevé aparte, puse el libro en sus manos y le dije: Antes fue mío, ahora es tuyo. Primero léelo, más tarde obra como consideres. Su rostro se prendió y hasta observé el rictus de una sonrisa compensadora. Él me abrazó con la debilidad que caracterizaba su impulso y me contestó: Algún día, ¿verdad?, algún día. Quiero que sepas, viajero, que me he sentido renovado con tu presencia. Al amanecer tomé el camino que conduce a Kinawara, más allá de las aldeas de Sunai y de Yahami, donde se abre el estrecho valle de Tanarai, donde dicen que los caminos son túneles de floresta y los tréboles salpican las orillas de los arroyos hasta casi ocultarlos.

Al amanecer
renaces para tomar
la senda sin fin